Desperté, a las seis de la mañana, mojado en el sudor de agitados sueños. A mi izquierda, desvanecida, la ilusión de la chica en mi cama. Hace mucho tiempo que ella se marchó y precipitó mis emociones por el agujero del fregadero. Hace tanto tiempo...
El metro, como cada diez minutos, pasa frente a mi apartamento. Las paredes de la casa retumban y las tazas de café derramadas tintinean en la cocina. También ayuda a hacerme sentir más solo. No sé de que manera. Pero es igual que en esas novelas de Bukowski. A veces lo real supera a la ficción. A veces lo real es más oscuro y negro que cualquier ficción salida de la mente humana. Me deprime pero es cierto.
Me levanto a por un café aturdido y desvanecido. Lo mejor será dejarme caer sobre la cama deshecha, sobre los paquetes de tabaco acabados, de prozac y tranquimazín, sobre las botellas de bourbon y, finalmente, sobre las sábanas mustias en las que como quien dice dormías ayer. Mi habitación es un vertedero. No me extrañaría que un día entraran hombres con máscaras de gas y trajes presurizados, y sacaran toda la mierda con palas.
Despierto a las dos de la tarde sintiendo una terrible confusión. Me toco la cabeza y parece como si fuera a reventar. Voy al servicio -mi vejiga está llena- y aunque podría mear en una botella decido que me vendrá bien el paseo. Desde el váter, por un sucio ventanuco, se ve la calle. Los rayos de luz lo inundan todo. Mis párpados pesan. A lo lejos, en la claridad de un invierno soleado, una chica joven pasea con su hija de la mano. Cierro la cortina con fuerza. Ellos no son para ti. Otra vez la voz en mi cabeza. Vuelvo a la cama y dudo si acostarme o no. Podría salir ahí fuera y coger lo que es mío. ¿Quién me lo prohibe? Podría salir afuera y coger lo que me pertenece. Me pongo los pantalones de un salto. El corazón me pesa. Corro hacia la puerta y la abro. Ahí está ella. Me acerco. Es muy guapa. Pienso algo que decirle, algo normal, cómo –hola, ¿te importa que te acompañe?-. Cuando estoy a dos metros, mis nervios me traicionan y paso de largo sin ni siquiera mirarla a la cara. Me vuelvo a casa. Voy al baño, vomito y me vuelvo a acostar. Todo tiembla a mí alrededor. El metro pasa junto a mi apartamento, como cada diez minutos, haciéndome sentir más solo.