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Sufro narcolepsia desde hace años. Son ataques de sueño repentinos que duran una media hora. Normalmente no recuerdo nada después de despertar. Sólo noto pérdida de fuerza muscular. El día 1 de marzo de 2007 queda ya lejos, pero hay algo en ese día algo que me ocurrió en un sueño que no para de rondar por la cabeza.

Estaba en una estancia totalmente oscura. Sólo el sonido de mis pasos llenaba la sala y me hacía deducir sus amplias dimensiones. Tenía miedo porque no sabía como había llegado a parar allí. Anduve unos cuantos pasos, con las manos tanteando en el aire helado.

No había nada a mí alrededor. Me agaché a tocar el suelo. Sobre su superficie lisa, una fina capa de polvo lo impregnaba todo. Me levanté tiritando por el frío, noté un ligero olor a humo y a cera quemada. Cerré los ojos unos minutos para adaptarlos a la oscuridad. Luego los abrí para escrutar algún resquicio de luz, algún ligero brillo que me diera alguna pista sobre el sitio donde me encontraba. No vi nada salvo la tiniebla que me rodeaba. Me palpé el cuerpo. 

Llevaba las ropas de trabajo. Camisa blanca con americana negra y pantalón también negro, con una corbata azul. Nada especial. Soy abogado en un bufete de la Calle Ancha. Estaba llevando un caso importante. Dos estudiantes habían apaleado a una vieja hasta la muerte. Esos pobres chicos estaban condenados. Pensé que el padre de uno de los chicos había hecho que me secuestraran para destruir una prueba. 

En esto pensaba cuando de repente una luz poderosa apareció de la nada. Estaba alzada unos tres metros. Mi reacción natural fue protegerme con los brazos. A los pocos segundos mis ojos se acostumbraron a la luz. Ésta provenía de una criatura celestial, un bello ser alado, de piel pálida, vestido con un manto blanco. La tibia luz que irradiaba me permitió discernir en la penumbra columnas estriadas renacentistas que se elevaban hasta una gran cúpula barroca. Delante tenía una sacristía cubierta por una sencilla techumbre y decorada con pinturas de estilo manierista. No cabía la menor duda, estaba en la nave central de una catedral. 

-Tienes que aprender a volar-, dijo el ángel con su voz dulce y helada. Concentré toda mi fuerza en la imagen de unas alas negras de águila imperial. Noté dos focos de calor en mi espalda. Después dolor. Empecé a contraer todos los músculos del cuerpo. Al poco, dos brechas se abrieron en la carne. Comenzaron a salir dos alas negras que con mi último grito se abrieron dispuestas a batirse bajo mis órdenes. 

Volvió a hablar, -ahora que tienes alas, tienes que concentrarte en el absoluto, en la energía divina-. Comencé a relajarme. Noté que mi alma se expandía, salía de mi cuerpo y se mezclaba con la energía cósmica. Sentí paz y calma. Dejé de temblar. Todo mi sufrimiento terreno desapareció. Me inundó una ola de calor, de luz, de amor. Me levanté y expandí las alas. Las agité y me elevé hasta la altura de la extraña criatura. Sus ojos eran azules como el océano y penetrantes como la noche. 

En su mano aparecieron tres largas varas de plata. Con ellas compuso un triángulo. En su interior apareció un espejo formado por un líquido viscoso. Me asomé a ver mi rostro pero en vez de eso lo que vi fue nubes blancas y los rayos del sol en un cielo claro. –Debes de entrar-, indicó. Sentí que mi destino iba en esa dirección. Le hice caso y traspasé el umbral.

Volé durante horas entre nubes, con la brisa fresca de la mañana acariciándome. Era un cuervo en el paraíso. Subí unos metros más por encima de una bandada de pájaros y al atravesar una nube vi algo que turbó mi vuelo.


Vi una esfera dorada de dimensiones gigantescas. Era como una colosal perla de oro, como un sol congelado. Me acerqué y la toqué con la mano. Estaba tibia y electrizada. A pocos metros divisé una abertura circular. Entré por ella. Una música deliciosa inundó mi corazón. Entonces oí una voz acompañando a la música. 

–Llevas en la sangre un profeta. Eres el alfa y la omega. Lleva este mensaje a la Tierra-. Escuché por largo rato hasta que la voz paró. Comprendí. Mi alma se transformó para siempre.  Paulatinamente la esfera desapareció y de nuevo me encontré batiendo el aire a unos tres mil metros de altura. Comencé a descender y a mitad de camino escuché de nuevo una voz. Una voz que grababa sus palabras en las nubes con una sustancia verdusca. Podía oír y leer: "QUÉ SE PUDRA EL ABOGADO”. 

La claridad del día dio paso a una tormenta. Comencé a descender más aprisa. Centellas y truenos junto con un viento agitado me dificultaban la tarea. Sabía que no podía olvidar el mensaje que me había sido dado, pero también sabía que algo lejos de mi comprensión no estaba a mi favor. La tormenta se tornó tempestad. Parecía buscar mi aniquilación, rayos y retumbos ensordecieron mi mente. Aparecieron tornados que como poseídos por un ente inteligente me acorralaban. Por fin volví a divisar la tierra. Estaba cerca de pisarla cuando un rayo alcanzó mis alas. Caí velozmente como un peso muerto contra el suelo.

Desperté en mi despacho de Calle Ancha. Me había dormido otra vez. Oí a Susana -mi secretaria y confidente- fuera tecleando en el ordenador. La llamé por la centralita. Debió verme mal pues se acercó a mi con sumo cuidado y me acarició la mano. Se fue y volvió con un tazón de té. -He tenido una pesadilla-, aclaré, -he soñado algo muy raro. Estaba en una estancia totalmente oscura. Sólo el sonido de mis pasos llenaba la sala y me hacía deducir sus amplias dimensiones.

Cuando terminé de contarle el sueño me abrazó. Sentí un fuerte dolor. Ella separó sus brazos ante mi reacción. Se asustó y gritó al comprobar, primero en su mano manchada y después en mi espalda dos enormes heridas de las que manaba sangre como ríos.