Toledo,
a 31 de enero de 2016
a 31 de enero de 2016
"Cuenta mi leyenda que Eva murió
en uno de los primeros asaltos. Mi pérdida y lo que la provocó son el corazón de este documento. Mi leyenda comienza así, sin explicaciones ni preámbulos.
Empieza en la creencia en el mal como espíritu. En la creencia de Satán como
encarnación del mal. Y en el respeto y el repudio a su poder. Sólo la nieve
sabe el misterio de Satanas*.
Fue como una sombra avanzando lentamente sobre
la ciudad. Primero unos ojos turbios tras una esquina, un animal merodeando
aquí y allá. Luego el sonido de mil
pisadas enérgicas y los gritos en la
noche. Pronto la sangre tiñó la nieve sobre el asfalto y, los aullidos
insoportables de las bestias devoraron nuestras almas.
Son las 7 de la tarde, huyo
desesperadamente de una manada de lobos que me ha asaltado en un pequeño
pasadizo. Abandoné mi vehículo sin gasolina a pocos kilómetros. El hambre y la
sed son más fuertes que el miedo.
Al principio nadie se tomaba en
serio a los lobos. Sólo cuando fue demasiado tarde y Toledo a lo lejos
desaparecía entre el humo de los automóviles, empezamos a darnos cuenta que
habíamos perdido la guerra. Pero yo decidí quedarme. Decidí enfrentar a la
bestia. Tenía que mirar de frente sus ojos y clavar mi cuchillo en su barriga.
Por Eva, a quien tanto había querido.
Ahora corro por mi vida, pero ya no puedo más.
He salido del pasadizo, corro una
calle en cuesta, el refugio está cerca. Me vuelvo abriendo la navaja y escruto esos
ojos rojos que de repente me rodean y me desgarran la carne salvajemente. No
siento dolor. Mi sangre brotando como ríos y mi mente se disuelve en el
inconsciente.
El mar. El inmenso azul del mar y
una isla perdida a lo lejos. Eva descansa sobre la cama, dormida, exactamente,
bella. No tengo un recuerdo mejor del
pasado. Cuando la paz y el sol llenaban cada amanecer.
Despierto sobresaltado. El cuerpo
duele como si me hubieran cosido las heridas con un cuchillo de monte. Estoy en
el refugio, a salvo de los depredadores. Lucas me cuenta que llegaron justo a
tiempo, por casualidad. Me ha ordenado que no salga solo y ha dispuesto para mí
de un arma de fuego. Me ha puesto al día de la situación, con la nieve y el
temporal, el ejército tardará en entrar en la ciudad.
Por las noches los aullidos
insoportables, el crujir de la carne y de los huesos, los pasos de los lobos
corriendo atropelladamente tras una nueva presa. Ríos de lobos por cada
avenida, por cada rincón, como locos hambrientos devorando un cadáver sobre la
mesa de una cafetería o merodeando por los pasillos de un centro comercial
donde, al acecho, tras el cristal de una cabina telefónica, lloraba una niña
abandonada.
Recuerdo ver con los prismáticos a la niña tras el
cristal de la cabina y veinte lobos lamiendo y arañando su esperanza. Desoyendo el consejo de Lucas salí del refugio pisando la nieve resbaladiza. Al llegar, quité el seguro a la beretta y apunte al más
grande. Un único disparo fue suficiente para reventar al animal sin dolor. El
resto huyó, de momento, hacia las sombras de las que provenían.
Cuando, las explicaciones
racionales, son insuficientes, se avivan las creencias en lo sobrenatural. Vivíamos
en una ciudad maldita. Realmente estábamos en el infierno. Y mucha gente comenzó
a creer que el Apocalipsis había llegado a Toledo, donde arderíamos para
siempre entre lobos.
Solo la nieve sabe la grandeza de
Satán. La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se
ve. Pero habíamos visto demasiado. Velando el cuerpo de mi mujer aprendí que
hemos venido al mundo para morir y ese es el castigo: no poder alcanzar la inmortalidad.
Los últimos abandonan hoy la
ciudad. Yo me quedo con Silvia. La niña que rescaté. No se quiere separar de mí.
Y a estas alturas yo no me quiero separar de ella. Después de dos días
incomunicados por la tempestad, la radio nos trae noticias de otras ciudades.
La invasión de los lobos se ha extendido a otros pueblos limítrofes. Incluso
las primeras manadas están sembrando el pánico en Madrid. Los militares están
tomando el mando. Se aconseja a la gente que no salgan de sus casas. Un consejo
de biólogos ha examinado a varios ejemplares muertos. El tamaño de los lobos es
mayor que el habitual. Los colmillos son más largos y los ojos rojos como la
sangre. Han confirmado rabia en algunos de estos animales. La comunidad científica
está conmocionada.
En el refugio somos ocho. Los
últimos de Toledo. La resistencia ante algo que creemos imparable. El castigo de los dioses. Silvia, delante del
fuego, está jugando al Carcassonne con Ignacio. Mientras, Soraya, prepara arroz
con verduras y un poco de pollo. Aunque la ciudad está llena de alimentos
envasados, ir a por ellos es todo un reto que puede acabar en una aventura
letal. Los alimentos frescos escasean.
Están pudriéndose en los almacenes, en los frigoríficos y en las despensas.
Lucas ha salido con el resto de
la cuadrilla para encontrarse con los militares. De momento no hay noticias del
lobo. Han pasado cuatro horas desde que
se fueron. Demasiado tiempo. Empiezo a ponerme nervioso. La televisión está dando la noticia todo el
tiempo. Pero nada de información que pueda darme alguna pista de porqué se
retrasa su llegada.
De repente salta la alarma y la
calma se rompe. Algo o alguien han entrado en el perímetro de seguridad. En la cocina cae un plato estallando contra
el suelo. Ignacio me mira con desasosiego y Silvia empieza a gimotear.
Entonces, quito el pestillo de seguridad a la beretta, cargo el arma y me dirijo a la ventana.
Ignacio con la escopeta se dirige a la parte de atrás donde está el ventanuco.
Soraya se ha quedado apaciguando a la niña que deja de gimotear. La alarma
sigue sonando. Y mientras pasan los minutos como horas.
A lo lejos, empiezo a ver algo
que no distingo, podría ser el ejército por sus dimensiones. A medida que se
acerca, esa masa indefinida, mi mente se tensa como la soga de un reo condenado
a la horca. Y, cuando consigo discernir de qué se trata, un impulso eléctrico
me recorre y se clava como un punzón en mi estómago. Es el miedo, que ahora
nubla mi arrojo. El miedo. El miedo al
misterio, el miedo a no saber, a no conocer, a experimentar las dimensiones más
extravagantes de lo desconocido. El miedo por la duda. ¿Realmente ocurrió ante
mis ojos o solamente soñaba? No lo sé, aún, pero lo que vi, fue, infinitos
lobos corriendo como alucinados acercándose hacia mí.
Yo fui incapaz de decir nada. Del
otro lado de la casa, Ignacio gritó. Gritó tan fuerte que Silvia se tapó los oídos
y comenzó a llorar. Pero no era lo mismo que yo vi aquello por lo que aquel
gritó, sino que él exclamó: “están aquí”.
Y era cierto, miles de soldados,
como una marea humana se extendió entre las calles, entre los pasajes y el
pequeño laberinto que es ésta ciudad. Sonaban disparos a diestro y siniestro y
nosotros también disparábamos hasta que la munición se quedo reducida a unas
pocas balas en mi beretta y dos cartuchos en la escopeta. Entonces decidimos
subir a la furgoneta para ir a por más armamento, ya que la cuadrilla se había llevado
la munición y otras muchas armas. Rumbo a un arsenal de una víctima que yo conocía los
soldados se interpusieron en nuestro camino.
Un sargento me explicó que se
había decretado el estado de excepción, que Lucas y los otros estaban muertos,
que sus cuerpos habían sido encontrados a pedazos. Habían tenido que
reconocerlos por el ADN. Sus familiares y amigos estaban destrozados al igual
que los supervivientes que habían perdido a algún ser querido en la tragedia.
Se oficiará una misa, dijo en presencia de su majestad el rey, y toda la cúpula
del gobierno en Madrid. Nos obligaron a marcharnos y no tuvimos alternativa. Me
opuse a huir y me llevaron detenido. De camino aún tuve oportunidad de matar un
par de lobos más. Hasta que me requisaron el arma.
Nos recibieron como héroes.
Toledo quedó desierto, deshabitado y maldito por muchos años. Los lobos no han
desaparecido aún del todo. Y de vez en cuando salta la noticia de una víctima
más. La prensa nos preguntó porqué no huimos cuando aún estábamos a tiempo.
Cada uno tenía sus razones. Yo, personalmente, sólo quería mirar a los ojos del
lobo que me sumió en la desdicha e intentar descifrar el secreto de la bestia".
*La cita es del poeta Leopoldo María Panero.
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*La cita es del poeta Leopoldo María Panero.