El crepúsculo tiñó el cielo de sangre. Y el sol, oscuro como un ópalo, desapareció en el horizonte. Por última vez, en mis ojos, brilló titilante la luz de la estrella. Una sombra se posó oscura e inerte sobre la ciudad. Y el frío desasosiego inundó mi corazón. Poco a poco, pálidas luces fueron apareciendo aquí y allá.
Si hay una melodía para esta ciudad, esa es la sirena de un coche patrulla escoltando a una ambulancia que probablemente traslada ya un cuerpo sin vida. Si hay una imagen que condense mis recuerdos es la del rótulo fucsia de neón que parpadea bajo mi ventana. Noches mejores me han visto crecer en estas calles que tiempo atrás contuvieron mi esperanza. Pero han pasado varias décadas desde entonces. Mi lenta voluntad se ha vuelto pesada. Y sobre la mesita descansa la aguja que evaporará mi vida.
El humo, espeso, como la niebla, en una autopista hacia ninguna parte, se eleva sobre mi cabeza. Son extremadamente confusos los sentimientos que afloran bajo mi piel. Una extraña alegría llena mi ser al tiempo que por mis mejillas resbalan unas pocas lágrimas.
Cuando vuelvo a la conciencia son exactamente las doce de la medianoche. Es el momento programado para el asesinato. Y mi mente tensa se prepara para desaparecer en la nada. En ese momento llegaste. Cuando la aguja ya había traspasado la piel y el veneno casi recorría mi cuerpo.
No debí decirte nada. Ahora lo sé. Pero tú insististe en que me querías. Y aunque no podía ni tocarte sin sentir dolor abracé tu cuerpo y tu alma de manera que algo brotó en mi interior similar a una semilla que germina después de un profundo invierno.