Venimos al mundo, a priori, sin manual de instrucciones, sin una guía de como vivir y lo más importante sin respuestas a los grandes interrogantes. Nacemos. Y antes de darnos cuenta cargamos con treinta o más años a las espaldas. Treinta años de danzar hacia la niebla. De escrutar en la noche. De respirar y sólo respirar. Pero al aire le falta algo. Y Dios no da tregua.
Su silencio. El silencio de las cosas. Y seguimos... Decidir no es una opción. Avanzamos con un proyecto de vida basado en... basado en esquemas bastante simples. Unos aspiran a la felicidad. Muchos al poder. Y la muerte, innombrable nos espera a todos para igualar proezas, victorias y también derrotas.
No podemos parar. El tiempo nos devora. Nuestros cuerpos se corrompen por el vicio, para muchos por el pecado. Y así, reos de la moral, de la moral que no hemos elegido, estrangulamos nuestra libertad e intentamos huir del hedonismo.
También huimos del ideal del santo. Para la mayoría la conducta, fruto del alma, simplemente es moderada. Imitamos al padre y a su progenitor. Y como copias, unos de otros intentamos conseguir más de ese algo. Ese algo poderoso que de nuevo calma el dolor y nos adentra en el silencio.