Si ella no lloró sangre
jamás nadie,
ni Jesucristo lo hizo.
Tenía el poder de la verdad
del inocente
del mendigo.
Sus ojos,
eran dos pequeños zafiros
bordeados de rubí
o quizás eran rojos
por los tragos y los cigarrillos.
La cruda realidad es que
había llegado más lejos,
había corrido más rápido.
Yo sabía que había que correr
muy veloz para llegar tan lejos.
Y que hay un punto de no retorno.
No eran los hombres;
ella no vendía su alma.
Era gran parte de su libertad.
Llevaba sus ojos
tatuados en mi memoria
y en el fondo
como en un túnel
me veía a mi mismo.