La ciudad amanece. Cuerpos, como cadáveres sin vida, avanzan arrastrando los zapatos sucios por el asfalto. Los taxis no paran de piar o los pájaros no dejan de apretar el claxon. La confusión es la nota dominante de este valle gris que se extiende entre amenazantes rascacielos. Superman ha muerto. Nadie salvará a ese ejecutivo que esta mañana saltó desde la terraza de las oficinas. La esperanza golpeó contra el suelo y se partió en mil añicos. Así están las cosas en la metrópoli. Ni flores, ni cuervos. Aquí no hay nada bello.
El ruido de la radial de un obrero me despierta en mi ático de Diaz Moreu. La cabeza puede estallarme y el calor es tan asfixiante que cuando despierto parece que alguien se ha meado en mi almohada. Salgo a la ventana y un muro gris es todo lo que la vista alcanza. Arriba las gaviotas gritan como si estuvieran siendo torturadas por la GESTAPO. Son las 9:51 am. Entro a trabajar a las 10:00. Otra vez llegaré tarde a mi oficio de asesino. Ningún idiota podrá decirme que llego tarde. Soy el dueño de mi tiempo. Y el tiempo, es dinero. Poder. Corrupción. Manipulación. Palabras que resuenan en mi cabeza mientras mi turbia mirada se prepara para un nuevo día.
Hoy como todas las mañanas espero su llamada. Pongo a cargar el teléfono y mientras las tostadas se vuelven a quemar. Me siento al borde de la cama. Pienso si este frío es producto de la enfermedad. Pero esta tristeza helada sólo tiene como origen el miedo. El miedo a repetir la rutina, el miedo a no vivir. El miedo a estar equivocado al decir NO: ¡A la mierda con todo! Tiro mi colilla al patio de vecinos. El mundo es un vertedero que no tiene dueño. Por más que intenten ponerle fronteras. Son sólo fronteras en la mente. Hubo un día en que me preocupaba abrir la mente. Ahora sólo me preocupa el minuto. El segundo en que el teléfono empieza a sonar. Y mi corazón que se agita temeroso. Cuando descuelgo el celular oigo su voz: “Polígono de Babel. Calle de las metalurgias nº 2. Esteban Sánchez, 1´70 Cabello oscuro. Piel blanca. Tatuaje.”. No necesito más información. Voy al armario y saco la 357 Magnum. Apunto con el cañón al espejo y me siento como el jodido Robert de Niro.
A las tres de la tarde, el almacén está en plena actividad. De nuevo el calor me aturde hasta el extremo de querer evaporarme. Dudo si ponerme una media o no. ¡Qué coño! ¡A cara destapada! Salgo del coche y decidido entro a la nave. Mis zapatos chirrían contra el acerado suelo. Observo que se trata de un taller para helicópteros. Hay un enorme Bell UH-1H verde, un bimotor EC155 y un pequeño raptor. Cuando entro parece que nadie se fija en mí. De nuevo el sonido de una radial y el olor a disolvente. La grasa lo impregna todo. Un puto perro se acerca a olisquear. Podría matarlo de una patada. Pero no es mi estilo. Así que dejo al animal meter su hocico en mis pantorrillas y maravillarse con los olores de un mundo que él nunca ha conocido. Entonces veo a un tipo grueso y mi sistema nervioso se pone en alerta. Pregunto por Esteban. Desde la otra parte de la sala el tipo me indica que me dirija por el pasillo a la oficina. Es así de fácil. Esto no es una película. Nunca viene la policía, nunca surgen demasiados problemas. Recorro el pasillo adentrándome cada vez más en la oscuridad. Cuando llego a las oficinas pregunto otra vez por ese tal Sánchez. Así que me indican que espere en una sala de reuniones. Por las paredes, polvorientas fotografías enmarcadas de helicópteros de toda clase. Un pequeño helicóptero bañado en oro que hay en el centro de la mesa llama mi atención. Lo guardo en el bolsillo de la americana y espero. Entonces llega el tio. 1´70 Cabello oscuro. Piel blanca. Tatuaje. Confirmo el objetivo preguntándole el nombre y cuando aún no ha terminado de hablar descargo el cargador en su pecho. Las balas atraviesan las paredes de pladur e impactan a cientos de metros de distancia. Su cuerpo agujereado cae inerte contra la pared en una madeja de brazos y piernas sin sentido.
Ya lejos de la urbe, en mitad de páramos manchegos paro el automóvil para mear. Aprovecho para enterrar el arma y fumar un pitillo. Otra vez el móvil empieza a sonar, pero esta vez no es el del trabajo. Es mi teléfono personal. Hace semanas que no sonaba. Tanto tiempo que pensaba que habían cortado la línea. Tanto tiempo sumergido en mi soledad que había olvidado que tenía una familia, lejos, no importa donde, esperando. Es el cumpleaños de mi hijo y mientras contesto las preguntas desesperadas de la loca de mi exmujer pienso que el pequeño helicóptero bañado en oro que llevo en el bolsillo será un buen juguete cuando el bebé crezca.